Vivimos al límite, damos todo lo que tenemos e incluso de aquello que no tenemos si está en nuestra mano. Hasta que nos topamos con un muro, aquello que no comprendemos, aquello que nos hace incapaces de reaccionar, aquello que nos invade el alma y nos consume desde dentro.
Cuando ese miedo nos domina, nos sentimos impotentes. Se acabó el juego: “¿capaz o incapaz?” Ahora eso da igual. Ya no importa. Sólo queda el vacío que nos asedia, que nos impide avanzar, pues más allá no hay nada. El quizás no existe, ni el nunca ni el para siempre. Sólo quedamos nosotros y nuestro miedo.
Avanzamos a tientas, intentando encontrar el lugar donde estábamos justo antes de caer, palpando cada milímetro, buscando el aplomo que poseíamos unos segundos antes, tratando de regresar al calor del hogar. Hasta que lo descubres, comprendes que no volverás al sitio donde comenzaste, porque ese instante lo cambió todo. Con una media sonrisa, haces de tripas corazón y saltas al vacío; un único pensamiento: “que no duela…”.
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