Se escondió bajo la almohada, aunque también le hubiese
valido con el botón suelto de la camisa que estaba sobre la mesilla, así de
pequeñita era. Sin embargo, allí se sentía segura, cómoda. Inexplicablemente,
el aroma humano de las sábanas arrugadas le hacía sentir bien. Quizás fuera
embriagador, una especie de sedante que la atraía con un abrazo protector.
Pero la tranquilidad duró poco. De nuevo ese ruido
ensordecedor. Capaz de atravesar las paredes y por supuesto, el algodón de las
sábanas. Se filtraba como el oxígeno, como el polvo, como si cada una de las
motas de polvo gritaran todas a la vez. Y entonces, no había escapatoria, no
una vez que te encontraba.
Nuevamente se agazapó. Se hizo un ovillo mientras todo el
pelo se le erizaba, no sabía si de miedo o de dolor. Trató de luchar, de
ignorarlo, de negar lo evidente. Pero al final se rindió. Dejó que todo el peso
de su conciencia la aplastara. Y así, despojada de todo, de su cuerpo, de su
orgullo, de su almohada… regresó al mundo de los vivos.
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