miércoles, 1 de febrero de 2012

“A mil besos de profundidad me quitaste tu boca y sobre el asfalto me ahogo”

Mentira. Todo el mundo sabe que es imposible ahogarse en el asfalto. En el asfalto te puedes quemar, te puedes raspar o te puedes ensuciar, pero no te ahogas. Quizás si fuese cemento… Pero, ¿qué tiene que ver lo uno con lo otro? Nada. No tiene sentido, es como el proyecto de poeta que pensó que esto era un poema, o puede que incluso más, puede que pensase que era toda una declaración de amor. Es posible que incluso lo escribiese en un papel y se lo pasara por debajo de la puerta a la chica que le gustaba. ¿Y de verdad pensaba que ella se enamoraría perdidamente de él sólo por decirle este embuste?

Absurdo. Esa es la palabra. Una tontería como otra cualquiera. Y sin embargo, te hace pensar. ¿Pero para qué quiero yo pensar? Para que me entre dolor de cabeza. Eso sí que es real. Eso sí que es cierto. No como esos mil besos que probablemente nunca recibió. Y es que la gente no se detiene a pensar en la clase de sandeces que escriben. Parece como si les diera vergüenza reconocer que la vida es simple. Se empeñan en imaginar algo que haga parecer su existencia menos monótona. Creen que con soñar, con decorar su agenda con palabras irracionales, ya van a cambiar el mundo.

Triste. No sólo que alguien se atreva a escribir esto, sino que además se lo muestre al mundo, que le haga consciente de su desgracia y que a todo eso lo llame esperanza. Pero lo más triste de todo es que este, el que se creía poeta, era yo. 




Este es el retrato que llevaba en su alma ese poeta que perdió la esperanza. Que entregó su corazón, envuelto en terciopelo rojo, para que se lo cuidaran. Y sin embargo, lo encontró en la basura, hecho pedazos, acompañado únicamente por infames seres, aquellos que todo el mundo desprecia: insectos. Descubrió que todo aquello en lo que había creído ya no tenía sentido. De algún modo permanecía unido a su corazón, y sin embargo, ya no lo sentía como suyo, porque lo había entregado, se lo había dado a ella y ella lo había desechado. Así que ya no era de nadie. No le pertenecía a nadie ni nadie le pertenecía a él.

Sentía que no podía sentir, que ya no amaba, que su corazón había muerto y sus sueños con él. No  era de este mundo ni tampoco del otro. Estaba vivo, pero no vivía. Trató de caminar, pero no podía, esa piedra que tenía ahora en el lugar del corazón le pesaba demasiado. Así que se dedicó a observar a los demás, a esos ilusos que aún creían que amar servía de algo. Hacía una mueca cuando los veía pasar, como marionetas de un guiñol, expuestos a la burla del destino. Pero después miraba a otro lado, porque si se hubiese quedado contemplándolos demasiado tiempo, hubiese sentido pena, y eso no era posible, no podía sentir.

Y es que esto es lo que ocurre cuando alguien pierde la esperanza, cuando pierde la fe. No se da cuenta de que el corazón le pesa demasiado y le hace avanzar más despacio, robándole poco a poco su libertad. Mira al mundo con desdén, creyéndole un iluso. Porque no sabe que si se atreviese a recuperar la confianza, a cortar las cuerdas que tienen a su corazón encerrado, podría ser más feliz. Podría volar y llegar a donde quisiera.


(De un trabajo de la universidad)

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