Empecé a soñar, entre brumas y humaredas. Me detuve a comprobar cada instante, cada palabra, cada mirada. Todo tenía que ser perfecto, pues así son los sueños. Veía los paisajes y veía tu cara difuminada sobre ellos, pero yo quería verla como si te tuviese enfrente. Y apreté los ojos con fuerza para verte mejor, como si se tratara de un monóculo que hay que sujetar bien y concentrarse para poder ver a través de él con toda claridad.
Cuando todo empezaba a fusionarse: paisaje, sábanas, atardeceres y mi pijama; tuve miedo de que desaparecieras y me hice la dormida. Esperaba que la luna se apiadara de mí y traté de ignorar la caricia del sol. Así, al final lo conseguí. Volví a soñar. Pero entonces no era yo quién soñaba sino el sueño quién me soñaba a mí. Yo era su esclava y él me manejaba a su antojo. Me perdí en un laberinto donde ya no era capaz de encontrarte. Corría y corría, pero tú no estabas allí. Hasta que al final te encontré. Y ya no sé si eras tú o la copia barata que se inventó la luna en horas tardías. El paisaje había perdido su magia. Y hasta las caricias raspaban la piel. El viento ya no me acercaba a ti, sino que trataba de separarnos, como si fuera el mensajero de la luz, como si supiera que todo había de terminar y el sitio más seguro era la realidad.
No sé si lo he dicho, pero soy muy testaruda, absurdamente testaruda. Y aunque fuera sólo por eso, decidí ignorar la llamada del viento. Quise bucear en tus ojos oscuros y encontrar la verdad, descubrir ese momento que era nuestro, que lo había sido, y aunque fuera sólo por un instante, volver a disfrutarlo de nuevo.
Al final lo conseguí, o puede que fuera el malévolo sentido del humor que tienen los sueños. Sólo sé que cuando llegué hasta ti, cuando tú llegaste hasta mí… los dos nos evaporamos. Y me desperté, ya no había vuelta atrás. Me desperté con esa sensación que dejan los sueños de malsana esperanza, porque ya no sabía si debía esperarte a ti o a aquél que había de venir.
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