Ayer paseabas por la orilla. Te sentaste en el banco al que le falta un listón, justo en la esquina opuesta al lugar donde le viste por primera vez, en la esquina donde soñaste conmigo. Y sin más, empezaste a hablar con los patos del estanque. Les contaste que les envidiabas, que quisieras nadar en invierno y poder volar, aunque fuera un poquito, sólo un salto, que te llevara más cerca del cielo.
Después, sacaste tu libreta, esa especie de diario que siempre llevas contigo, lleno de dibujos, de letras de canciones y algún que otro borrón; pero sobretodo llena de recuerdos. Te pusiste a ojearla y paraste en aquella página que ya casi ni se ve, un boceto antiguo, ahora irreconocible. De repente, nuevamente, una lágrima empezó a recorrer tu mejilla. ¿Por qué no arrancas esa hoja? Ya ni se ve el dibujo, sólo queda el carboncillo, con el que te torturas, con el que has rellenado tu corazón. Desde aquella noche oscura, en que me entregaste tu alma.
Mientras, yo te miraba. No era el chico aquel que te guiñó el ojo al pasar, ni tampoco la señora que se dedicaba a dar de comer a los patos. No, sólo era yo, tu pequeño, el que siempre te escucha, el que comparte tus secretos, tu mayor secreto. Traté de secarte las lágrimas, pero la distancia, el tiempo, el espacio y mi fragilidad, me lo impidieron. Sólo quiero que sepas que siempre estoy y siempre estaré aquí, sentado a tu lado.
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