Se miró al espejo y tan sólo vio a una mujer de 72 años con una mueca vacía, porque se había dejado la dentadura en el cajón de la mesilla. Sin embargo, apretó los dientes (perdón, las encías) y volvió a mirar a aquel armatoste de los años 20, herencia de su madre. Se atusó el pelo y vio que no estaba tan mal. Mirándose así de lado… al menos el pecho seguía estando en su sitio. El ejercicio y la ausencia de prole le habían servido de algo.
Entonces se puso el chándal (ese que tanto aborrecía en su juventud) y comenzó a hacerse el desayuno. Mientras el microondas daba vueltas y vueltas, empezó a preguntarse acerca de la vida, de lo irónica que era. Al igual que la taza de café, ella se había pasado sus 72 años dando vueltas, para llegar al mismo sitio donde comenzó: la casa de sus padres.
Sacó el café y mientras se lo tomaba acompañado de un cruasán (en un día como ese se merecía un capricho), tomó una determinación.
Se fue a la bañera, y allí se relajó con las sales que le había regalado el vecino del 5º. Olían muy bien, ciertamente, pero no las compartiría con él, como a ese viejo verde le hubiese gustado. Veinte minutos más tarde, salió, fue al armario y escogió el vestido azul, aquél que le gustaba tanto, que conservaba durante más de 20 años. Se lo puso y voilà! le sentaba como un guante. Bueno… quizás fuera excesivo… Pero no, en un día así no.
Terminó de arreglarse el pelo y se dirigió al salón. Echó una mirada nostálgica a los marcos que invadían la habitación y apagó la radio. Cogió el bolso y lo revisó: llaves, carmín, monedero… sí, estaba todo. Entonces salió a la calle, volvió una última vez la vista atrás, sonrió y se marchó.
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