sábado, 28 de diciembre de 2013

Somos de heridas

Nacemos en el dolor de una gran herida, o quizás de varias, entre llantos confusos.

Andamos, nos caemos, lloramos, nos levantamos.

Jugamos, corremos, nos tropezamos, lloramos, nos levantamos.

Reímos, nos peleamos, lloramos, nos perdonamos.

Hasta ahí el ciclo de la vida. Pero llega un momento en el que alguien se cansa. Hay quien escoge no volver a herirse. Evita los deportes “de riesgo”, las discusiones, los saltos al vacío, procurando andar con sigilo por la vida. Y se pierde la chispa de la vida. Porque, por más que duela, aunque se nos desgarre la piel y el alma, queremos esa adrenalina, llevar la razón y vivir locamente, aunque sea por una vez. Porque somos de heridas.

Nos miramos y contamos las heridas: esta me la hice aquél día con la bici, esta fue tratando de hacerme la valiente, esta haciendo de acróbata, y esta fue la última… Eso creemos, hemos madurado, la sensatez ha llamado a nuestra puerta y la hemos acogido de buen grado, ahora nos movemos en una balsa por aguas tranquilas. Pero un día llega una tormenta, todo se tambalea y de nuevo, nos caemos. Es duro, porque afecta a nuestro orgullo, a nuestro control. De nuevo hemos de enfrentarnos al hecho de que somos de heridas.

Al final lloramos, gritamos, nos revelamos y poco a poco nos vamos callando, tomando la secreta decisión de que no volverá a pasar: <<no volveré a tropezar con esta piedra, no volveré a equivocarme,  no volveré a sufrir…>>.  Y buscamos la mejor solución para lograr nuestro objetivo, nos levantamos de nuevo, fuertes, con la cabeza alta, fingiendo que eso no pasó. Y cuatro pasos más allá, de nuevo, una piedra que no hemos visto, o que sí vimos, pero que nos atraía sin remedio... y de nuevo, el golpe… y de nuevo, el dolor… porque somos de heridas.


viernes, 18 de enero de 2013

Un jugoso elixir

-Esto te ayudará- me confesaste. O eso creí yo. Y lo probé. Tomé un trago y luego otro, más largo, hasta que lo terminé todo. Sabía bien, más que eso, tenía un tono dulzón y un ligero picor que se deslizaba por la lengua hasta llegar a la garganta. Sí, podría decir que me gustó.

Pero como todo en esta vida, no era gratis. Una delicia como esa no podía ser probada sin más. Recordaba su aroma, su tacto en mi piel, su sabor novedoso… y lo deseaba, más y más. No era yo, era su efecto que gobernaba en mí. Porque una vez probado, ya nada me parecía suficiente. No era el que había sido y no me sentía yo mismo sino en su exquisito universo. Y me rendí ante su fastuosa apariencia.

Pasó el tiempo. Mi mirada se volvió oscura, mi tez verdosa, mi piel se endurecía, mi complexión era cada vez más fuerte, más mi corazón se hacía pequeño. Ese era el precio que yo había de pagar.Me parecía que mi boca aumentaba su tamaño, pues mi sed insaciable así lo requería.  La gente me miraba con respeto. Y yo a ellos con desprecio. El mundo se me hacía extraño y me propuse huir de él. Paseé por las calles, me deslicé con sigilo hacia el campo, procurando evitar que alguien perturbara mi paz con su presencia insolente.

 Cuando ya atravesaba los muros de la ciudad, tropecé y me mordí el labio… sssssh sssshhabía como aquel brebaje que probé una vez, hace ya mucho tiempo. Vvvvvvendeta, me dijeron que sssshe llamaba, vvvvvenganza, vvvvv  vvveneno. 
               
                                                          

                >>Y así es como fue, que nunca más pudo levantarse, que el peso de su orgullo pudo más que él y le obligó a arrastrarse por el resto de su vida. Y lo que en un principio se mostraba apetecible terminó revelándose tal cual era: ponzoña<<